lunes, 16 de septiembre de 2013

Yo, la mujer fatal

A Sigmund Freud, con cariño.


"Una verga siempre podemos cortarla, ¿pero cómo poder olvidar el vacío de una vagina?"
-Michel Houellebecq, 'Ampliación del campo de batalla-

Tenía otra con un vestido puesto, pero ya he dicho
 que hay cosas que no se publican en un blog.
Si yo fuera mujer sería de esas tipas bien altas, impecables, que usan botas de cuero hasta la rodilla y tienen todo de femeninas y algo de masculinas; esas tipas con pequeñas violencias escondidas. Mi marido me compraría carteras Louis Vuitton porque, aceptémoslo, una mujer como yo se lo merece. Pelo largo y suelto, color natural (teñirse es de una cualquiera, insegura de sí), pero me ataría un rodete al salir de la ducha para que él, el otro, viera no mi desnudez, sino el lunar al costado de mi cuello y enloqueciera por mi. Tendría todo, todo lo que quisiera. Después, al ponerme vieja, sería de esas ancianas impasibles de dedos largos y delicados, con el pelo blanco y lacio, y mis nietos me verían como alguien venerable a quien hay que rendirle culto. Esa sería yo.

La mayor angustia es ser una persona promedio, de esas que tienen cierto riesgo (ni tan bajo ni tan alto) de sufrir Alzheimer o cáncer de colon, de esas que ni descollan en nada ni se entregan vilmente a una existencia de crimen, degeneración o ruina. La mayor angustia es pertenecer al grueso de la población humana: siete mil millones de insípidas bolsas de genes. Una mujer como yo, en cambio, es un suceso único, producido por una larga sucesión de improbables coincidencias genéticas, psicológicas y socioculturales. Yo sería todo lo que no es común, soretes.

Otra que podría hacer es estar tirada al lado de la pileta un verano, hecha una diosa toda bronceada. Mi marido se acercaría con un Martini, yo lo recibiría, tomaría un sorbo, me bajaría los lentes de sol un poco para mirarlo con mis ojos de gata en celo y decirle "te voy a dejar, querido". El lloraría e imploraría a los gritos que me quede mientras yo armo las valijas sin que se me mueva un solo músculo de la cara; pero de nada le servirían sus llantos, afuera estaría esperándome en un descapotable un tipo muy joven y lleno de músculos, también rico, desesperado de amor por mi. Lo mejor que podría hacer mi marido es acogotarme al son de "¡si no sos mía no sos de nadie!", porque no hay más sublime y puro homenaje para una mujer como yo que el asesinato.

¡Ah, pero qué belleza! Todo eso haría yo sin este pito que me ata a las cosas del mundo.

Después él, desesperado y lleno de angustia por haber aniquilado lo único que en este planeta tiene algo de valor, me quitaría la ropa para dar una última mirada a mi cuerpo perfecto y, cuál sería su sorpresa, al ver un pene chiquito que se va asomando tímidamente entre los labios de mi vagina, reclamando el lugar que legítimamente le pertenece.